"Todo necio confunde valor y precio"
Antonio Machado
Precio justo: el talón de Aquiles de las pequeñas explotaciones
El precio justo es el talón de Aquiles de la mayor parte de pequeñas y medianas explotaciones. La puntilla que las lleva a la quiebra. La situación en muchos casos es la siguiente: tras un año de duro trabajo e inversiones, llega la hora de la cosecha y de la venta del producto. Justo en ese momento los precios del mercado mayorista comienzan a bajar por la afluencia de oferta. La bajada de precios puede llegar a un nivel en que el agricultor se queda sin ningún margen, tiene que vender a pérdida, o decide dejar la cosecha en el campo sin recoger.
En ningún otro mercado de bienes y servicios se da una situación análoga. El sistema de fijación de precios existente condena al pequeño y mediano agricultor a desaparecer.
La cadena de suministro alimentario
La posición del pequeño agricultor en la cadena de distribución alimentaria lo condena a la irrelevancia. Él debe vender al mayorista, o a la cooperativa comarcal, sin disponer de capacidad alguna de control sobre el precio que va a recibir. Su único derecho es la pataleta o tirar su producción al campo o a la carretera. Pero no tiene capacidad alguna de influir sobre el precio que recibe. El tan sólo es el escalón más bajo de una larga cadena de distribución, conformada por mayoristas, transportistas, centros de distribución, grandes superficies y pequeños comercios. Todos los demás eslabones de la cadena mantendrán en todo momento los márgenes que necesiten para cubrir sus costes y conseguir la rentabilidad que precisa toda organización para su funcionamiento. Pero no el agricultor. El agricultor, la parte fundamental de la cadena, está forzado a vender al precio que le dicten, aunque sea inasumible para él.
Esta situación es insostenible y pone en riesgo la existencia misma de los pequeños y medianos productores. No decimos que la cadena de suministro no sea necesaria. Las grandes urbes necesitan empresas que distribuyan los alimentos que precisan sus habitantes para sobrevivir. Y cada uno de los eslabones de la cadena necesita un margen por el trabajo que realiza. El problema no es éste, el problema es que en esta cadena de distribución no encaja el pequeño y mediano agricultor. Esta cadena es asumible por explotaciones medianas y grandes que puedan fijar precios y condiciones previamente por contrato con grandes distribuidores o superfícies. Pero el pequeño agricultor no tiene esta capacidad. Si quiere sobrevivir, su única posibilidad es cambiar él mismo las reglas de juego. Si piensa que alguna legislación estatal o alguna subvención podrán paliar su miseria, está tristemente equivocado. El objetivo prioritario de todo pequeño agricultor debe ser conseguir un 'precio justo' para su producción.
¿Cuál es el precio justo?
El precio justo es aquel que satisface todas las expectativas y necesidades de las dos partes de una transacción: el vendedor y el comprador. Para ser justo debe satisfacer a las dos partes, no sólo a una. Una relación que sólo satisface a una de las partes es insostenible en el tiempo y está condenada a desaparecer.
En el caso del pequeño agricultor, el precio justo es simplemente aquel que permita cubrir los costes de producción (que incluyen trabajo, gastos fijos y amortizaciones) y que le ofrezcan un margen razonable para poder continuar con su actividad, mantener su maquinaria, emprender nuevas inversiones, etc. Ese es el precio justo que todo agente económico necesita para poder seguir trabajando. Ni más, ni menos. Y todo agente económico debe tener capacidad de influir en la fijación de ese precio. El agricultor también.
Opciones del pequeño agricultor
El pequeño agricultor sólo tiene dos caminos para conseguir un precio justo por su producción:
- Aumentar la dimensión de su explotación de tal manera que pueda entrar en negociación directa con grandes distribuidores o superficies.
- Establecer una relación directa con los consumidores de su producto, de tal manera que se pueda saltar la cadena de distribución + ofrecer un valor añadido por su producción: calidad, proximidad.
Nos interesa comentar la segunda opción, que es en la que estamos por vocación. Esta es la opción que están tomando muchos pequeños productores ecológicos, con la complicidad de consumidores que se agrupan en cooperativas para poder establecer una relación directa con los agricultores. Todos ganan, ya que esta relación busca aportar el máximo de valor para las dos partes: no sólo un precio justo, sino un producto saludable y de máxima calidad, directo de la tierra a la alacena, y también una relación de proximidad y confianza entre productores y consumidores. Una relación humana, no sólo económica.
Por último, hay una necesidad acuciante que surge del desarrollo de nuestras sociedades urbanas que también puede verse satisfecha con esta nueva forma de relación directa entre consumidor y productor. El ciudadano de la gran ciudad ha perdido el contacto directo con la tierra y, con ello, ha perdido también parte del sentido natural de su ser en el mundo: el paso de las estaciones, la meteorología, el flujo de la vida en la naturaleza, el aroma de la tierra, el crecimiento de las plantas, la luna, el sol, los insectos y animales. El urbanita, en su mundo de acero y hormigón, se ha convertido en un ser extrañado de la naturaleza, un ser que necesita existencialmente recuperar parte de ese contacto con la tierra. Porque sólo la relación directa con la tierra puede enraizarnos como seres naturales. Fuera de ella estamos perdidos y solos.
La relación directa y de proximidad entre productores y consumidores abre una ventana de oportunidad para cubrir también esa necesidad existencial. El pequeño agricultor puede proveer a este ciudadano urbano de servicios medioambientales que le devuelvan ese contacto primario, esa relación perdida con la tierra: talleres, seminarios, formaciones, jornadas, ocio. Hay muchas posibilidades, que enriquecen y aportan valor a las dos partes.
Valor y precio
Como bien decía Antonio Machado: "Todo necio confunde valor y precio".
No queremos ser tomados por necios y por eso nos esforzamos en buscar el valor que hay detrás de todo lo que está a nuestro alrededor. Los seres humanos solemos comportarnos de formas paradójicas e incluso contradictorias. Por ejemplo, gastamos cientos o miles de euros en dispositivos electrónicos o en viajar a la otra punta del planeta. En cambio, escatimamos unos euros arriba o abajo en nuestra alimentación, sin tener en cuenta ni el origen de los productos, ni su calidad, ni cómo afecta el proceso de su producción a la tierra que todos habitamos, ni siquiera cómo afecta a nuestra salud. Ni tan sólo prestamos atención a la calidad del envase. Cuando actuamos así, nos fijamos en el precio, no en el valor. Y en el camino, caemos en lo que advertía el poeta.
Pero podemos evitarlo. La manera es hacer un cálculo real de prioridades y considerar, a partir de aquí, el conjunto de elementos que constituyen el valor real de un producto agrario, su valor objetivo. El valor es todo aquello que el agricultor aporta al producto en forma de calidad, proximidad, respeto por el medioambiente, mejora de la fertilidad de su tierra, de la biodiversidad del ecosistema, cuidado del paisaje, etc. Todo ese valor está intrínsecamente en el producto y los servicios que un agricultor responsable nos ofrece. Y son valores que deben tener su justo precio.
Clarifiquemos conceptos:
- Precio = cantidad de unidades monetarias de un producto (€)
- Valor objetivo = conjunto de propiedades que engloba el producto: calidad, respeto medioambiental, cuidado de la tierra, etc.
- Valor subjetivo = cómo percibe cada una de las partes el valor objetivo del producto
- Precio justo = aquel que satisface las expectativas y necesidades de las dos partes
El precio justo es tan sólo la cantidad económica necesaria para que el productor pueda ganarse la vida y continuar con su trabajo. Pero también para que el consumidor se sienta compensado por el producto y los servicios que recibe a cambio de su aportación. Las dos partes deben estar satisfechas con lo que aportan. El precio justo no es el más barato, ni el más caro. Es simplemente el que acopla las necesidades de todas las partes y posibilita una relación duradera y sostenible, una relación que no sólo es económica, sino también humana, de proximidad.
Tanto productores como consumidores tenemos una gran responsabilidad en la época que nos ha tocado vivir: nuestras decisiones definirán el mundo que viene, el planeta que legaremos a nuestros hijos y nietos. Un desierto o un vergel. ¿Qué elegimos? ¿Qué valor le otorgamos? ¿Estamos dispuestos a pagar un justo precio por el mundo en que deseamos vivir?
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