El campo está en decadencia. No hay más que pasar por una carretera comarcal cualquiera para observar, parcela, tras parcela, terrenos de cultivo abandonados que poco a poco se vuelven silvestres y son absorbidos por la naturaleza. No habría nada de malo en eso, si no fuera porque es sólo un síntoma de algo mucho más grave: estamos dejando el más importante de nuestros recursos, la alimentación, en muy pocas manos, grandes corporaciones y fondos de inversión.
Crónica de una muerte anunciada
Sin pretender caer en dramatismos, lo cierto es que estamos asistiendo a la muerte en vivo de un modelo agrario que se ha vuelto insostenible económicamente. El pequeño y mediano agricultor, aquel que gestiona de forma individual o familiar una pequeña explotación agraria o ganadera, está desapareciendo. Y los que se jubilan no encuentran relevo en las nuevas generaciones, lo cual lleva a todo este sector al riesgo de extinción en unos años.
En unas décadas, es posible que la mayor parte de la gestión de la alimentación quede en manos de unas pocas grandes empresas y fondos financieros, propietarios de enormes extensiones de terrenos adecuadas para una explotación intensiva e industrializada. El campo se está convirtiendo en un sector fundamental de inversión para fondos y grandes inversores. El conocido caso de Bill Gates, es sólo una manifestación de un fenómeno global. Es un proceso que se está acelerando a escala global. Paralelamente, veremos cómo el paisaje rural se seguirá llenando de pequeños terrenos agrícolas abandonados: olivares, almendros, avellanos, etc. que se vuelven silvestres con el paso de los años.
Razones del declive de la pequeña explotación
¿Cuál es el motivo de esta muerte anunciada? El modelo económico de estas explotaciones se ha vuelto inasumible. Es muy sencillo: los gastos e inversiones superan a menudo a los ingresos. Y las explotaciones dejan de ser mínimamente rentables o directamente pasan a números rojos. Muchos agricultores son vocacionales, es decir, aman su profesión y están dispuestos a sacrificarse por seguir trabajando sus campos. Pero el sacrificio y el endeudamiento tienen un límite, se puede aguantar una serie de años, pero a la larga, son insostenibles. Y el agricultor se jubila. Y sus hijos no tienen aliciente de continuar con el campo.
Quiebra económica
¿Por qué las pequeñas explotaciones agrarias se están volviendo insostenibles? Por dos motivos.
El primero, la dependencia de un modelo agrario industrial que hace asumir al agricultor gastos fijos crecientes: fertilizantes químicos, pesticidas, herbicidas, maquinaria pesada, semillas creadas genéticamente para sobrevivir al uso de pesticidas industriales. El agricultor convencional/industrial vive encadenado a una maquinaria económica que le hace creer que todas las soluciones a sus problemas pasan por nuevas inversiones o por la aplicación de nuevos productos que pretenden resolver precisamente los problemas generados por sus prácticas agrarias industrializadas: erosión, fertilidad decreciente del suelo, plagas, competencia del cultivo con plantas adventicias. Cada problema generado por el monocultivo se trata de solucionar con un nuevo producto de elevado coste. Y la cadena de altos costos y endeudamiento se hace cada vez más pesada.
El segundo, la falta de control sobre el precio final de su producción. El pequeño agricultor es posiblemente el único productor que no es capaz de fijar un precio mínimo al producto que elabora. Nadie, en ningún sector, se plantea siquiera la posibilidad de vender por debajo de costes. Pero el pequeño agricultor convencional está sometido a un sistema de fijación de precios que lo presiona para que venda a toda costa, so riesgo de perder su producción, que es muy perecedera. Y este sistema lo fuerza a vender a menudo por debajo de sus costes de producción. O, en el extremo, a dejar sin recoger el producto en su finca, porque le sale más caro recogerlo que abandonarlo.
Es un sistema perverso que beneficia a todos los participantes de la cadena, excepto al productor, y que dirige a la quiebra, más tarde o más temprano, a todos los pequeños agricultores que no sepan escapar de este modelo.
Quiebra ecológica
En suma, el pequeño agricultor está encadenado a un sistema de costes crecientes e ingresos impredecibles, que lo asfixia hasta la ruina. Pero no sólo hablamos de la quiebra económica del modelo de pequeños productores. Hay otra quiebra del modelo que es más soterrada, pero que nos afecta a todos, porque nos está poniendo en riesgo de Quiebra Ecológica, es decir, que nuestros campos dejen de tener la capacidad de sostenernos y producir nuestros alimentos.
El modelo de producción agrícola industrial que hemos heredado de la llamada Revolución Verde (uso intensivo de maquinaria pesada y de productos químicos de síntesis) generó. en su momento, un aumento de la productividad agraria y del volumen de producción. Esto se debe a que el punto de partida eran campos que tenían un capital de fertilidad orgánica heredado de siglos de prácticas agrícolas más sostenibles. Se sustituyeron los animales por máquinas, el estiércol por bolitas de sales sintéticos. Se redujo la alimentación de las plantas y el suelo a tres elementos químicos: NPK. Se comenzó a aplicar indiscriminadamente en la naturaleza todo tipo de venenos, insecticidas, herbicidas. En suma, biocidas: asesinos de la vida.
El resultado es que, después de décadas y décadas de laboreo intensivo de la tierra con maquinaria pesada, de uso indiscriminado de fertilizantes químicos, pesticidas y biocidas de todo tipo, el capital de fertilidad inicial de los terrenos de cultivo, heredado de prácticas más sostenibles de nuestros antepasados, se está degradando aceleradamente año tras año. El contenido en materia orgánica y la vida misma de los suelos de cultivo se ha empobrecido. Hemos maltratado nuestros suelos con un uso excesivo de maquinaria pesada. Hemos envenenado nuestras tierras, nuestros acuíferos y nuestro entorno con el uso masivo de químicos de todo tipo. Lo que no haríamos en nuestra casa o en nuestro jardín, lo hemos practicado de forma masiva en nuestros campos de cultivo.
Hemos esparcido veneno por los campos a escala industrial, año tras año, durante décadas. Y, por el camino, hemos aniquilado miles y miles de especies de microorganismos, insectos, vertebrados, pájaros. Y no sólo especies silvestres. Hasta las abejas, aliados esenciales para la polinización de nuestros frutales, y productores de un bien tan preciado como la miel, están sufriendo y en recesión. Por no hablar de la presencia de elementos perniciosos en nuestros alimentos, cosa en la que evitamos pensar, pero que cada vez resulta más evidente: si esparcimos venenos sobre nuestros campos, plantas y frutos, es imposible que no llegue a nuestros organismos. No podemos pretender actuar de una manera tan irresponsable y que no nos afecte. Al envenenar los campos, envenenamos la naturaleza y nos envenenamos nosotros mismos.
El desierto que viene
Los problemas que genera este modelo agroindustrial son conocidos desde hace décadas y nos afectan a escala global: contaminación de tierras y acuíferos, pérdida de fertilidad natural de los suelos, erosión a una escala nunca vista y, en última instancia, desertificación. No estamos exagerando, todos los grandes organismos gubernamentales, nacionales, europeos e internacionales son conscientes de la gravedad del problema y tienen en marcha programas con la voluntad de atajarlo. Toda la Política Agraria Común Europea (PAC) está fundamentada sobre la gravedad actual del estado de fertilidad de los suelos, la pérdida masiva de tierras productivas por la erosión y la pérdida de biodiversidad, todos fenómenos provocados por las prácticas agrarias de las últimas décadas. Nos jugamos la supervivencia misma de la especie.
Y el problema es especialmente acuciante en nuestro país: casi el 74% del territorio está en riesgo de desertificación y cerca del 70% de las cuencas hidrográficas se encuentran con niveles de estrés hídrico alto o severo. Si queremos conservarnos como especie debemos transformar urgentemente nuestro modo de relacionarnos con el medio y producir alimentos. Es un cambio que nos implica a todos, porque no sólo es un cambio de modelo agrario, sino también económico. Y no afecta sólo a los productores, sino que los consumidores también se deben implicar activamente en la transformación del modelo, deben ser partícipes del cambio y apoyar las iniciativas locales que buscan revertir esta deriva acelerada hacia el desierto. La solución está en manos de todos. Es un reto, pero también una ilusión, un proyecto común en que nos jugamos nuestro futuro y el de la generaciones venideras.
Crea tu propia página web con Webador